Son las 22:10, hace diecisiete días que
llegué a Zaragoza y 423 horas, 20 minutos y 50 segundos aproximadamente que,
con un enorme pesar, me montaba en el avión y decía adiós a esa pequeña hermosa
republica llamada Malta. Desde la ventanilla del avión intentaba memorizar el
aeropuerto, repasaba todas las caras, todos los momentos, y me daba cuenta que
una parte mía se había quedado allí, pero que el hueco no estaba vacío, más bien lleno con un trozo de esta gran mini
isla y de la buena gente que me encontré allí. Lo reconozco, todavía no he
deshecho del todo la maleta.
A mitad de camino, con el cinturón puesto
debido a las turbulencias, me quede dormida, en parte por el cansancio
producido por dormir 3 horas interrumpidas por mi “querida compañera de
habitación” cuando, sobre las cuatro de la mañana, se puso a prepararse la
maleta y me despertó.
Al entrar en la Península, me desperté
con una gran tristeza, por todo lo que iba a dejar de hacer y por las personas
a las que iba a dejar de ver. Intenté mejorar un poco el estado de ánimo
repasando los proyectos que tenía aquí. Una sesión de fotos eróticas y un curso
de literatura en Almuñécar, aparte, por supuesto, de mi hijo Yeray, mis padres,
que me esperaban con cambios en mi habitación, y mis amigos, que me esperaban
con los brazos y el corazón abiertos, eran las únicas razones por las que no
lloré desconsoladamente cuando llegué a España, ni grité como en una película
de miedo, no voy a decir el nombre porque sé que la reconoceréis, “¡el avión va
a estallar, vamos a morir todos, el motor está roto, vamos a morir todos!”
Los proyectos y las historias de la
GENTE, los contaré en otro post, quiero contarlo bien y con detalles, pero no
quiero poner una entrada interminable.
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